viernes, 26 de febrero de 2010

LA VIDA IMPERFECTA DE UN ESCRITOR

Mi nombre es Gregorio Paucar y desde niño me he dedicado en cuerpo y alma a la literatura. Nací en el pueblito de Cora Cora, localidad del departamento de Ayacucho, donde sólo existía una escuelita a la que asistí desde muy niño. Leo desde que tengo uso de razón y escribo desde el día en que comprendí que podía hacerlo. A los quince años ya había producido una buena cantidad de cuentos así como un par de novelas, todas dignas de mérito, y reconocidas en su calidad, tantos por mis contados amigos lectores, como mi recordado profesor de Lengua. Dotado de una natural creatividad literaria e impulsado por una profunda vocación a las letras decidí venir a Lima a continuar mis estudios en la Universidad de San Marcos, Facultad de Literatura, donde además de obtener mi licenciatura con altas calificaciones, alcancé un nivel óptimo en mi formación de escritor, actividad a la que dediqué, con religiosa devoción el resto de mi vida. Mi vasta producción, sin embargo, no trascendió más allá de las oficinas de algunas empresas editoras, quienes desde hace diez años, cuando hice llegar mi primera novela a la Editora Central, han rechazado sistemáticamente cada una de mis obras valiéndose de todo tipo de respuestas. Frases como «no estamos editando este tipo de novelas» o «por el momento no recibimos novelas de escritores nuevos» se volvieron habituales en el ejercicio de mi profesión. Sin embargo, estoy convencido de que las verdaderas razones para que aquellas obras hayan sido dejada de lado, no obedecieron a criterio alguno propio de una evaluación objetiva, sino al hecho, real y conciso, de que en la actualidad este vano oficio viene siendo manipulado con un criterio exclusivamente materialista. Es una dura realidad y nosotros, los verdaderos escritores de carrera, debemos aceptar que en estas épocas predominan más los nombres que los hombres, y sólo basta contar con una popularidad ganada, sabe Dios cómo, para sentirse con derecho a lanzar al mercado cualquier novelita mediocre. Lo lamentable, sin embargo, es que esta novelita tendrá garantizado su éxito comercial, pues llegará a las librerías precedida de un morbo popular que sus editores supieron manejar con maquiavélico afán lucrativo, envenenando la mente y el alma de jóvenes lectores.
En este contexto, un provinciano como yo, Gregorio Páucar Ñaupay, ajeno por convicción a esta mafia plumífera, simplemente no puedo tener cabida en este sórdido mundo en el cual cada una de mis obras yacen condenadas al olvido a pesar de su indiscutible calidad. No obstante y a pesar de todo sigo atado a las letras a través de ese cordón umbilical que representan para mí algunos genios como Shakespeare, Dumas o Víctor Hugo, quienes viviendo en una época, ajena a estas bandas mercenarias, hicieron emerger a la luz obras como las que hoy despiertan en mí aquella impostergable necesidad de escribir.
Lamentablemente y debo decir esto sintiendo vergüenza ajena, en estos tiempos los escritores se han convertido en vulgares engranajes de una fría y truculenta maquinaria, destinada tan sólo a producir dinero. Aún así, nada en este mundo es totalmente malo, y así como en la noche, la Luna; como en medio del barro, un diamante, así también en medio de este caos literario, emergen las obras de Arturo Baluarte. Sí, Arturo Baluarte, pluma de inigualable talento, ha cosechado sus éxitos sin necesidad de padrinazgos ni vulgares escandaletes, tan sólo como resultado de un magistral trabajo desarrollado en cada uno de sus libros. Este gigante de la novela, salido a la palestra hace más de treinta años, cuando las mafias literarias no se habían enquistado aún en las casas editoras, hoy en día se ha convertido, con toda justicia, en el principal candidato para recibir este año el Premio Nobel de Literatura. Por esta razón he leído cada una de sus obras y es, a mi entender, el último bastión moral de las letras en esta época plagada de escritorzuelos y editores sedientos de dinero. Quizás deba a esta notable pluma el hecho de que aún se mantenga viva en mí una raquítica llama de esperanza, una última cuota de voluntad que me impulsa a seguir escribiendo en estos aciagos días.
En la actualidad y al borde de la ancianidad, me encuentro escribiendo la que probablemente sea mi última y mejor novela. La he titulado La vida imperfecta de un escritor. En ella se narran las peripecias de un talentoso novelista y su incansable lucha por alcanzar un sitial en medio del prostituido mundo de la literatura. Quizás con la ayuda de Arturo Baluarte, esta obra llegue algún día a ver la luz, para satisfacción de aquella legión olvidada de frustrados lectores.
Cuando llegó lo hizo en silencio, desapercibido e intrascendente, gracias a esa invisibilidad que le otorgaba su irrelevante figura. «¿Usted es el señor Bazalar?», me preguntó mientras acercaba tímidamente su pequeña mano. No solía recibir visitas inesperadas en mi oficina, por lo que tardé unos segundos en procesar aquel saludo. Su minúscula presencia apenas hizo necesario que levantara la vista. Era un hombre viejo, de tez mestiza, ojos cansados, pequeño y esmirriado. «Sí», le dije y le ofrecí mi mano, inmensa, poderosa al lado de aquella otra que sentí frágil, casi femenina, de no ser por esa aspereza húmeda que transmitía.
—Mire señor Bazalar, mi nombre es Artidoro Gómez y soy escritor. Tengo una novela que quisiera que usted leyera —me dijo sin preámbulos, haciéndome saber que ésa era la única razón de su visita—. He leído todos sus libros —continuó— y créame que para mí es muy importante que esta obra llegue a sus manos.
—Señor Gómez —le dije con un fastidio que disimulé con fría cortesía—, siempre es grato recibir la visita de uno de mis lectores. Sin embargo, dudo que le sea útil mi opinión. Quizás el señor Goncálvez, el editor, lo pueda ayudar más que yo. Si usted desea le hago llegar su libro. Déjeme sus datos...
—No señor Bazalar, usted no me ha entendido. Yo no pretendo que alguna editorial publique mi libro, eso sería una pretensión excesiva de mi parte. Es sólo un principio de justicia y equilibrio el que me trae hacia usted. Considero justo que si yo he leído todo sus libros, usted también deba leer los míos. Por cierto usted tiene una ventaja. Yo sólo le he traído éste —y me mostró una torre de hojas desalineadas— por lo que le agradeceré que se digne leerlo. Es además el regalo de un confeso admirador. Sírvase aceptarlo como tal.
Era un punto de vista contundente como un plomo. Tal lógica me abrumaba por su simplicidad y no pude menos que recibir su escrito. Educadamente me agradeció sin un solo gesto exagerado y estirándome su mano se despidió. «Ha sido un placer», me dijo al retirarse.
Debo ser honesto en aceptar que luego de transcurridas algunas horas de esa visita, y absorto totalmente en el desarrollo de algunas cuartillas que alimentaban mi nueva obra, llegué a olvidar ese atado de papeles que el tal Gómez me había entregado. Apegado a esa rutina que dosificaba mi vida, me retiré de la oficina pasadas las nueves de la noche, siempre cargando con algunos escritos que pensaba corregir, así como con uno que otro apunte que había acumulado en una decena de hojas sueltas. Entonces noté aquella presencia. Era el legajo que Gómez me había entregado aquella mañana. Lo miré, sentí que me reclamaba y lo llevé conmigo. Le echaría una mirada.
Fernando Bazalar. Ése es mi nombre y a estas alturas de la historia, usted , sin duda, ya me ha reconocido. Como afamado novelista he obtenido numerosas distinciones, tanto en el Perú como en el extranjero, habiendo sido incluso hace un par de años, sindicado como el escritor con más posibilidades de obtener el Premio Nobel de Literatura. Desde mi primera obra, Las huellas de la noche, ganadora del premio Cervantes hace veintitrés años, la literatura no sólo me brindó fama y prestigio, sino además una holgada situación financiera que me permitió hasta hace poco, poder seguir haciendo lo que más me gustaba: escribir. Aquella noche, rumbo a casa, pensaba en lo agradecido que debía estarle a la vida por todo lo que ella me había brindado. Caminaba pausado, saboreando aquellas calles tranquilas; las prefería así, silentes, mudas, lejos de aquellos murmullos y gestos asolapados de quienes lograban reconocerme. Eran tan sólo tres cuadras las que separaban mi oficina de aquel departamento y las disfrutaba en cada paso que daba; sentía en cada bocanada de aire fresco, esa libertad que me ofrecía mi renuente y consuetudinaria soledad. Cuando llegué a casa dejé los papeles que llevaba sobre la mesa y me quedé con aquella novela que Gómez me había entregado. Me pareció justo echar una leída a aquel cúmulo de cuartillas, que después de todo, pertenecía a alguien que representaba a todos aquellos lectores que se habían encargado de darme aquel prestigio del que en ese momento gozaba. Tomé una cerveza del refrigerador y me senté en el balcón, dispuesto a devolver a mis anónimos lectores, a través de aquel texto de Gómez, una moneda de las tantas que había recibido.
La obra llevaba como título Un escritor sin fama. Era una novela que narraba la historia de un hombre ya maduro, obsesionado por la literatura desde muy corta edad. Su desmedida afición por la lectura y su increíble capacidad para la narrativa le había permitido a los catorce años ser poseedor de una vasta cultura, así como de varias docenas de cuentos y tres novelas terminadas. A los dieciséis años ingresa a la Universidad de San Marcos a estudiar Literatura, donde el protagonista, llamado Evaristo Granda, se enamora de una muchacha provinciana, compañera de estudios, con quien comparte sus sueños de escritor, hasta posteriormente casarse. Toda la historia se desenvuelve en los años cincuenta, época del boom literario latinoamericano, y es en medio de ese ambiente donde se desarrolla el conflicto interno que vive el personaje, quien se enfrenta a la dura realidad de ver rechazadas todas sus obras en las diversas editoriales a las que las envió. A través de la novela el narrador describe con brillantez, la forma en que Evaristo Granda, poseedor de una magistral pluma, hace llegar una a una sus novelas, todas poseedoras de una inmejorable calidad literaria, a diversas casas editoras; y como a pesar de ello, éstas, comprometidas tan sólo con reconocidos escritores, ignoran reiteradamente cada una de sus obras. Algunas veces sus escritos se rechazan por una evidente falta de coraje para apoyar a un desconocido escritor provinciano y otras por lo rentable que les significa presentar las novelas de autores renombrados cuyos nombres, independientemente de la calidad de la obra, les garantiza un rápido e importante beneficio económico.
La novela de Gómez, escrita en un pulcrísimo lenguaje, fluía con agradable facilidad. En ella se desarrollaba una historia envolvente desde sus primeras líneas, las cuales atrapaban al lector en forma inmediata e irremediable. Se evidenciaba además, en cada uno de sus párrafos, un finísimo gusto por el uso preciso de las palabras; metáforas utilizadas con un oportunismo inusual, sin caer en excesos barrocos ni en un lenguaje saturado o denso, empleando además, en forma precisa y adecuada, diversas figuras literarias que realzaban con elegancia y audacia la obra. En resumen, hasta lo que iba de la lectura, aquel texto se presentaba como una novela de indiscutible valor literario.
Durante las siguientes noches sentí que al leer aquella pila de hojas que Gómez me había entregado, no le estaba devolviendo nada. Es más, me parecía más exacto pensar que era él quien me devolvía en una sola obra, lo que yo probablemente le había entregado en muchas de las mías. Disfrutaba mucho de aquella lectura, la cual sin duda, era una novela inspirada en la vida del autor. Se evidenciaba en muchos aspectos. El personaje, igual que él, era un hombre humilde de origen andino, el físico magro y esmirriado también coincidía; la afición por la literatura, la edad del protagonista y algún otro detalle adicional me hacía pensar que aquella magnífica novela tenía como soporte las propias vivencias de Artidoro Gómez. Me encontraba, pues, de veras, frente a una gran obra de corte autobiográfico, que había venido absorbiendo mi atención como lo hicieron antes muchos clásicos de la literatura. Fue así, en medio de ese ímpetu por la lectura que me había posesionado, que llegué a la página ciento cuarenta y nueve, donde me encontré con el capítulo llamado «Visita al escritor». En este capítulo, el protagonista se acerca a la oficina de un escritor famoso, reconocido mundialmente a través de innumerables galardones literarios obtenidos a través de una fecunda obra, a quien le hace entrega de una novela llamada La vida imperfecta de Sigfrido López. En aquella visita le pide que le haga el favor de leerla, no con la intención de que el escritor la recomiende a editor alguno, sino tan sólo por un «principio básico de justicia», así decía textualmente la frase; el protagonista argumenta que al haber leído la totalidad de sus obras, lo menos que puede pretender es que, en correspondecia, el admirado escritor leyera esa única novela que le estaba entregando. En este punto de la obra quedé plenamente identificado como el famoso escritor, a quien además había descrito con una serie de características físicas, incluyendo un lunar en la nariz así como una ligera cojera, muy similares a las mías. La trama de la novela de Gómez era muy interesante, pues se basaba en una aparente incongruencia en la actitud del personaje central, Evaristo, quien habiendo renegado toda su vida de los escritores y editores contemporáneos, recurre precisamente a uno de ellos para someter a juicio su novela. Sin embargo, en el cálido transcurrir de aquellas páginas, Evaristo no incluye en esta clasificación a Guillermo Balaguer, a quien considera un literato de excepción que a través de sus obras había demostrado un profundo conocimiento de este arte, y en cuyos libros solía rescatar de las garras del olvido a los incomprendidos escritores marginales. Acusa además a todo este grupo de mercenarios de la pluma de formar parte de una mafia que se beneficia del sistema que predomina en el círculo literario, al que critica por su desmedido sentido comercial y un afán excesivo de lucro. Su obra era, hasta ese punto, una crítica ácida a quienes traficaban con la literatura en vez de resaltar los verdaderos valores, que en el caso del protagonista se evidenciaban a través la calidad de sus obras permanentemente rechazadas por diversas editoriales. Esa aparente incongruencia había quedado muy bien resuelta en aquellos capítulos; sin embargo, aún quedaba sin desentrañarse las misteriosas razones que impulsaron a Evaristo a hacer entrega de su novela a Guillermo Balaguer. Páginas más adelante, el narrador evidenciaba a través de un brillante monólogo interior, cuáles eran los deseos ocultos del protagonista, un escritor frustrado por razones totalmente ajenas a su destreza literaria que al entregar su texto al famoso novelista, lo hace con el único objetivo de probar su teoría, según la cual, su novela La vida imperfecta de Sigfrido López era, sin duda, una verdadera obra maestra. Para esto cuenta con que el prestigiado escritor, en quien él ha depositado sus últimos vestigios de fe, se apropie de su texto y lo publique como suyo, salvándolo así del ostracismo literario. Qué importa si la fama lo olvida para cubrir una vez más a Guillermo Balaguer, robusteciendo así ese sistema que acremente criticaba. Eso no le interesaba en absoluto. No sólo se sentiría satisfecho con su éxito personal y su reconocimiento íntimo y pleno, sino que además, no interesándole el beneficio económico en lo más mínimo, no tomaría acción alguna contra quien presentó su obra como propia, pues guardaría un agradecimiento especial hacia aquel noble escritor que colaboró con él para alcanzar la meta más preciada del hombre: ¡La conquista de su verdad!
La historia hasta este punto me tenía completamente absorbido y mi interés por el desenlace de la misma iba en constante aumento. ¿Sería una invitación, no tan sutil, por cierto, a que publicase aquella obra como obra mía? ¿Pretendía que lo ayudara a demostrarse a sí mismo que su novela sería un total éxito si la presentaba un escritor de renombre como yo? Evidentemente yo no necesitaba plagiar ninguna obra, pues mi fama era una realidad aceptada universalmente y estaba a punto de presentar mi nuevo libro que, gracias a la expectativa creada por mis editores, se convertiría en un éxito total. Ansioso por el desenlace de aquella novela seguí leyendo los capítulos con desenfrenado interés. Las páginas previas al desenlace narraban la terrible pugna interior en la mente de Guillermo Balaguer, quien, a pesar de su nombre, queda tan impresionado con la obra que tiene en sus manos, que entra en una encrucijada ante la tentación de presentar como suya aquella novela. En medio de estas vacilaciones Guillermo Balaguer navega en las intranquilas aguas de un mar de dudas y de interminables cuestionamientos éticos. Atormentado por pesadillas en las que se veía como sepulturero de una gran obra literaria, recuerda casi a diario las palabras de Evaristo Granda, quien al entregarle su novela le había dicho «es el regalo de un confeso admirador, sírvase aceptarlo como tal». Siente entonces la necesidad de convertirse en el abanderado de aquella causa reivindicatoria destinada a rescatar la figura del escritor anónimo, olvidado por ese mundo materialista y decadente donde la esencia propia del hombre y sus creaciones son postergadas por esa fuerza que mueve al mundo, el dinero. Todas esas cavilaciones lo hacen estar a punto de presentar aquella novela a sus editores, como si fuera suya. «Sería el reconocimiento de la subyugación del arte por el dinero, el triunfo del alma sobre la materia», se repite para darse fuerzas. Sin embargo, en el supremo instante desiste y la obra jamás ve la luz.
El capítulo final se llamaba «La noche del escritor». En este se narra, siempre dentro del impecable estilo del autor, cómo Evaristo Grana empieza una larga espera, en la seguridad de que el libro aparecerá en el mercado en cualquier momento. Se relata con detalles magníficamente descritos, cómo el personaje central de la novela da por sentado el hecho de que Guillermo Balaguer comprenderá que aquel regalo estaba destinado a sus manos, sólo para que el famoso escritor cumpla el papel de intermediario entre un desconocido autor que jamás saldría a la luz, y el reconocimiento a una obra rescatada de las fauces del olvido. Probaría entonces su teoría, según la cual, por un lado, sólo se requería de un poco de prestigio para que cualquier modesta obra alcanzase el calificativo de obra maestra, y por el otro, cómo una obra maestra podía quedar sumergida en el olvido por el simple hecho de haber sido escrita por una pluma desconocida. Con el pasar de las semanas, meses y luego años de infructuosa espera, Evaristo se siente burlado por Guillermo Balaguer, a quien, luego de haber considerado como una excepción entre los escritores que brillan dentro del ámbito literario mundial, no puede menos que despreciarlo, de la misma manera que desprecia al resto de los escritores y al grupo de editoras que «alcahueteaban a esa pléyade de usureros de las letras». No entiende cómo es que el único escritor que él considera decente lo ha abandonado en tan noble empresa. Luego de interminables noches de reflexión, expuestos en brillantes soliloquios y monólogos interiores, llega a la conclusión de que el escritor Guillermo Balaguer es un fraude como todos los demás, y como tal sólo se encuentra al servicio del lucro y del consumismo literario. Es así que una mañana decide llevar a cabo su cruel venganza personal. Decide asesinarlo el mismo día que presenta su última gran obra, que ya se voceaba como un boom literario. En medio de la ceremonia, Evaristo Granda, al grito de «mueran los asesinos de la literatura» dispara dos veces sobre el cuerpo de Balaguer acabando con su vida. La novela concluye cuando el protagonista, al borde de la locura, es conducido a una prisión donde vive sus últimos días, escribiendo un último libro al que llama Literatura, la mentira perfecta.
Cuatrocientos cuarenta y seis páginas cubiertas de una impresionante calidad literaria estaban en mis manos. ¿Debía atender el tácito pedido de Artidoro Gómez de publicar aquella novela como mía? ¿Esperaba Gómez encontrar a través de mí al redentor de aquellos escritores marginados por el sucio mercadeo literario que reinaba? Su obra, presentada por mí, sería sin duda un éxito. Y si no lo hacía, ¿me asesinaría mientras estuviera presentando mi nuevo libro? A cada pregunta que me hacía aparecía otra de inmediato. ¿Merecía Gómez que su obra quedase en el olvido? ¿Acaso no era cierto que si su obra llegaba a un editor como el mío, por ejemplo, quizás ni siquiera sería leída? ¿Si publicaba la obra quedaría satisfecho Artidoro Gómez? Por la edad avanzada del autor era evidente que no perseguía fama, o una gloria, que por cierto quizás no tendría tiempo para disfrutar. Viví lo que seguramente había vivido Guillermo Balaguer en la obra Un escritor sin fama y sentí miedo de aquella sensación que recorría mi cuerpo. Decidí entonces salir a la búsqueda de Artidoro Gómez, recurrir a la fuente, necesitaba que me aclarara con qué intenciones me había hecho entrega de aquella novela. Fue inútil. Aquel hombre no había dejado señal alguna de su persona. Consulté en varias editoriales, en la posibilidad de que sus datos hubieran quedado registrados a raíz de alguna obra presentada, pero fue en vano, nadie lo recordaba; su nombre además, no figuraba en el directorio telefónico y en las zonas aledañas a mi oficina nadie lo había visto antes.
No me presenté en mi oficina durante los siguientes días. Me había dedicado a escudriñar entre los párrafos de aquella obra alguna señal, algún mensaje que disipara mis dudas. Releí dos o tres veces la novela, quedando cada vez más convencido de lo exitoso que sería su lanzamiento al mercado literario, siempre presentado por la Editorial Universal, siempre firmado por mí. Asimismo hice denodados esfuerzos, sin resultado alguno, por entender a este singular personaje, quien había depositado sobre mis hombros el mayor peso que un hombre de convicciones podía recibir.
Tuve muchas razones para presentar ese libro como mío ante los editores. Razones de todo tipo: éticas, morales, culturales y hasta una de ellas, debo decirlo con hidalguía, fue el temor de que Gómez se vengara de mí como lo hacía su símil de la novela. Por las razones que sean, Un escritor sin fama salió a la luz un 17 de febrero de 1986 y, tal como supuse, alcanzó en pocas semanas los más altos niveles de ventas obtenidos por novela alguna.
Los primeros meses posteriores al lanzamiento al mercado de la novela, que en esos días la crítica especializada rebautizó como «la divina novela de Bazalar», estuvieron cubiertos de gloria. La novela se tradujo a siete idiomas y alcanzó, en cada país en el que se publicó un éxito sin precedentes. Mi vida, ya acomodada, sintió un nuevo impulso, tanto en lo económico como en lo social; recibí halagos de jefes de Estado, autoridades eclesiásticas y personajes de reconocido prestigio mundial. Lo que es más, íntimamente me sentí satisfecho de haber reivindicado aquella obra y a aquel escritor, que sin duda compartiría conmigo aquella gloria que me cubría.
Ese año, una vez más fui propuesto para el Nobel de Literatura, y créanme que pude haberlo conseguido, de no ser por lo que sucedió aquella tarde de mayo, cuando Gómez me interpuso una demanda por plagio y con ella, no sólo acabó con mi fortuna, la cual fue a parar a su bolsillo como producto de una indemnización millonaria, sino que además me hundió en las profundidades de la humillación y la vergüenza frente al resto del mundo.
Semanas después de que acabara el juicio, vi una vez más a Artidoro Gómez. Vestía un impecable terno color azul, corbata ploma y relucientes zapatos negros. Con soltura inusual respondía una a una las preguntas que los reporteros le hacían. A su alrededor un sinnúmero de micrófonos y cámaras de televisión lo asediaban. En un instante nuestras miradas se cruzaron. En su rostro no había gesto alguno, exceptuando una débil, muy débil sonrisa que sólo yo percibí.
Al año siguiente Artidoro Gómez, asediado por las editoriales más prestigiosas del orbe, había lanzado al mercado cuatro de sus obras inéditas, obteniendo por su hasta entonces ignota producción literaria el Premio Nobel de Literatura.
¡La he terminado!
Luego de largos días enfrentando con éxito a esos monstruos blancos en los que se convertían aquellas cartillas desnudas que aparecían frente a mí, he terminado, con gran satisfacción mi última novela. Aunque siempre he quedado satisfecho con cada una de mis obras, debo precisar que ya sea por la madurez alcanzada o por la excesiva pasión que he volcado en cada una de sus páginas, La vida imperfecta de un escritor guarda en cada una de sus letras la esencia de mi evidente capacidad literaria. Su contenido, basado en aspectos de mi vida de escritor, es una crítica al sistema mercantilista que predomina en el mundo de la Literatura y desnuda con toda crueldad, el trato despectivo que sufren algunos brillantes escritores, en especial los de origen provinciano representados por el protagonista de la obra, un tal Artidoro Gómez.
Esta mañana me he despertado como un muchacho de quince años. He decidido que mi obra sea reconocida por el mundo literario. Si eso no sucede, quedará demostrado que mi vida se ha visto envuelta en una farsa y que los grandes héroes son sólo fruto de mentes febriles. Al mediodía visitaré en sus oficinas al escritor Arturo Baluarte. Está decidido. ¡Le regalaré mi novela!


Enrique Vásquez Valladares
Facultad de Letras, Universidad de San Marcos, Lima.